2013 ~ Miguel Endrino

miércoles, 10 de julio de 2013

Poniendo límites II


2ª Parte: Mostrándonos al mundo

Esta semana queremos compartir el segundo post dedicado a algo siempre complicado en nuestro día a día: los límites.

El hecho de poner límites tendemos a verlo casi siempre desde la perspectiva de la protección. Los relacionamos con decir que no, con la posibilidad de evitar que nos hagan daño, que nos invadan, que nos agredan.

En esta ocasión vamos a intentar poner la mirada en el lado opuesto. Más que en el beneficio inmediato que poner un límite nos puede aportar, nos centraremos en mostrar las posibilidades que se nos abren al ponerlos. Cuando establecemos claramente un límite y éste está basado en una necesidad, nos estamos protegiendo. Si sabemos qué es lo que no queremos para nosotros, qué es lo que nos hace daño, nos disgusta, agrede o avergüenza; también, haciendo un pequeño giro podremos descubrir lo que queremos para nosotros, lo que nos gusta, nos sienta bien, nos proporciona placer, nos alegra o nos produce ternura. Visto de esta manera los límites nos ponen en contacto con lo que necesitamos y nos dan la oportunidad  de pedir, de dar, de recibir y, en última instancia, mostrarnos al mundo tal como somos.

Pedir, dar y recibir merecen ser tratadas con cariño y extensión, así que en breve cada una de estas acciones tendrá su respectiva entrada en el blog. El de hoy irá dedicado al “mostrarse” y lo que nos implica.

¿Qué significa eso de “mostrarse”?

Mostrar(nos) es un concepto muy amplio que incluiría cualquier acción que nos haga interactuar en un entorno con más personas. Mostrarnos es saludar al vecino, dar nuestra opinión en una conversación de trabajo o expresar que tenemos miedo. Es defender un ideal o callarnos cuando no queremos llamar la atención.
Hagamos lo que hagamos nos mostramos, incluso cuando intentamos no hacerlo: escondernos  o intentar pasar desapercibidos también es una forma de mostrarnos en nuestro entorno (de no-mostrarnos). El sentido que le queremos dar aquí es el de dejar que nos vean de manera real, integral, tal como somos, de una manera que incluya tanto los aspectos con los que nos gusta identificarnos como los que nos resultan incómodos o desagradables que, no lo olvidemos, son parte de nosotros.

El mostrarse va íntimamente relacionado con la dignidad de ser. Con reconocernos como personas dignas de ser como somos y de sentir como sentimos más allá de lo que “deberíamos” ser. Como ya he dicho en otras ocasiones, un núcleo del trabajo terapéutico es que la persona recupere el sentimiento de dignidad, de aceptación hacia lo que ella es, siente y necesita.

Mostrarnos es uno de las acciones más difíciles y arriesgadas a las que tenemos que enfrentarnos en el día a día de nuestras relaciones. Mostrarnos quiere decir dejar que los otros nos vean como realmente somos, dejar de lado las máscaras que lucimos en nuestro día a día. Máscaras de fortaleza, seguridad, control, dominio, serenidad, competencia, diversión, capacidad, audacia y cualquier otra característica que nuestra sociedad valore como positiva y nosotros creamos que debemos lucir.

El hecho de que lo consideremos una acción arriesgada es por que mostrándonos al otro, abriéndonos, le hacemos partícipe de lo que queremos, deseamos o simplemente manifestamos nuestro punto de vista a la vez que también le estamos dejando ver nuestra vulnerabilidad, nuestras limitaciones, nuestros miedos o nuestro dolor. Nos quitamos las máscaras y, no nos engañemos, enfrentarse al mundo sin máscaras produce miedo.

identidad¿Miedo a qué?. Miedo al rechazo, a sentirnos torpes, aburridos, imperfectos, incapaces, vulnerables, incompetentes. A que si el otro ve esa parte de nosotros nos abandone, o agreda; miedo a sentirnos agredidos o heridos, a que utilicen lo que ven en nuestra contra. Miedo, en definitiva, a sentirnos avergonzados de cómo somos.

¿Qué ocurre cuando nos ven, cuando damos la oportunidad de que nos vean realmente como somos, cuando nos mostramos? ¿Qué ocurre cuando caminamos por esa fina línea en la que nos arriesgamos a sentir dolor, a ser rechazados?

En primer lugar puede ocurrir que se satisfagan nuestras de necesidades. Como ya dijimos en el anterior post, si contactamos con la propia necesidad, respetándola y expresándola, podemos pedir o ir en busca de lo que realmente necesitamos. De esta manera la necesidad se muestra de manera clara. Podemos reducir entonces las manipulaciones que se suelen dar si no asumimos o no nos damos cuenta de lo que necesitamos. Con manipulaciones nos referimos a todo lo que hacemos (y el esfuerzo que invertimos) en dar vueltas para no pedir algo claramente: Cuidar al otro cuando en realidad necesitamos que nos cuiden a nosotros, pedir de forma indirecta (cariño, ¿no tienes frío? En vez de decir “tengo frío, puedes traer una manta?”), o esperar que el otro nos lea la mente de manera mágica y adivine lo que en ese momento necesitamos. En resumen; si nuestra necesidad la percibimos y expresamos con claridad aumenta (y de qué manera) la posibilidad de que se satisfaga.

desenmascaraMostrando realmente cómo somos y qué necesitamos nos abrimos al contacto real con el otro. Cuando eso ocurre se convierte en un momento único donde el otro nos ve tal como somos y nos puede querer y apreciar por eso, por lo que somos, no por lo que aparentamos o queremos ser. Poder vivir ese amor incondicional hacia nuestra persona, sentirnos plenamente aceptados y queridos sin tener que hacer o demostrar nada, sólo por el hecho de ser nosotros mismos es una de las experiencias más gratificantes y emocionantes que se pueden tener. A la vez que si a otra persona hace lo propio, se produce un encuentro real entre dos personas. Un encuentro donde cada uno está en contacto consigo mismo y a la vez con el otro. Un momento real y único.

El resultado de mostrarnos, de aceptar cómo somos y qué necesitamos, hace que nos vayamos relacionando de una manera diferente con nuestro entorno, cada vez más en igualdad de condiciones, con una mayor seguridad, con un mayor sentimiento de dignidad y como resultado una mayor paz y tranquilidad ante la vida.
El límite en definitiva, pone de manifiesto nuestra humanidad y, nuestra humanidad nos muestra a nosotros y al mundo que no somos perfectos, que no podemos con todo ni somos culpables, responsables de todo lo que ocurre a nuestro alrededor. El límite nos sitúa en nuestro lugar y a la vez que nos permite empezar mostrarnos como somos también nos permite  ver al otro como alguien que existe, que siente y que toma sus propias decisiones, otorgándole también una medida más real. Pero esto es ya tema para el siguiente post.

lunes, 3 de junio de 2013

Poniendo Límites. I


1ª Parte : El respeto a la propia necesidad.

Un límite es una línea real o imaginaria que separa dos cosas, una frontera, un tope. Así lo podemos definir en lo material (una valla, una frontera, una señal de peligro) y también en el campo emocional y relacional.

El tema de poner límites es más complejo de lo que en inicio parece. “No es tan complicado, solo hay que decir que no o decir basta”. Pues no, no es tan fácil. En el complicado mundo de las relaciones, establecer límites nos confronta con nosotros mismos y con los demás. Si no escuchamos la propia necesidad a veces nos pasamos poniéndolos, o los ponemos muy lejos (con lo cual nos aislamos) o son demasiado rígidos, o no los dejamos claros y con ello provocamos confusión o directamente no los ponemos o….Si nos relacionamos constantemente estamos poniendo, quitando, cambiando y moviendo límites en nosotros mismos y con quien nos relacionamos.

Los primeros límites se nos empiezan a poner en la más tierna infancia cuando se nos dice “no”. Cuando nuestros padres o educadores nos ponen un límite y no nos permiten hacer alguna cosa (aparte de fastidiarnos enormemente) están formando nuestra personalidad. Cuando al niño se le pone un límite se establecen las bases para que entienda que él no es omnipotente, que no lo es todo ni lo puede tener o hacer todo. Al poner un límite al niño, la persona que se lo pone le está diciendo “yo también existo”, es decir, hay más cosas aparte de ti. En la educación de un hijo poner límites puede significar en un acto de amor y cuidado (que la gran mayoría de veces requiere de aplomo, perseverancia y resistencia a los más que probables lamentos o lloros del pequeño) ya que se van asentando las bases para que el niño pueda sostener la frustración. Los límites son una guía donde el niño se sustenta y, con ellos, se le está enseñando a “ver al otro” y a través de ello desarrollar la empatía. Pero este no va a ser un post sobre la importancia de los límites en la infancia, sino que quiere tratar de cómo nos afecta a los adultos.

Antes de poner un límite

En primer lugar poner un límite nos exige un trabajo previo de “darnos cuenta”. Es complicado que digamos basta, digamos no o esto me molesta de una manera que nos haga bien si no hemos tenido en cuenta nuestras propias necesidades; si no sabemos qué es lo que nos perjudica, nos hace daño o nos disgusta o, en el lado contrario; qué es lo que queremos, cómo lo queremos, que nos agrada, qué nos hace bien, qué cosas nos alegran…

En este primer punto ya empiezan a aparecer los problemas. Un gran número de personas llegan a la edad adulta con muy poca atención a sus propias necesidades. Son (somos, me incluyo en este grupo) personas que han asumido por uno u otro motivo que sus necesidades o emociones no son demasiado importantes, personas que dudamos de lo que sentimos o incluso que podemos llegar a pensar que lo que sentimos o necesitamos no es bueno. Estas maneras de hacer son mucho más habituales de lo que en principio podríamos pensar. Es en la infancia, hasta los 8 o 10 años que se fijan estas creencias. Son el resultado actitudes continuadas sobre el niño, que deja una huella dependiendo de la intensidad con la que se den (pueden ir desde actitudes paternas sutiles a comportamientos agresivos y degradantes).

Pondré unos ejemplos: Es difícil que un niño aprenda a valorar y a percibir sus necesidades si ha sido educado en la exigencia y en lo que “debería ser” más que en lo que realmente el niño “es” o necesita.

salto al vacíoTambién es difícil que el niño confíe en lo que siente si ha habido una tendencia a exigirle siempre más y se ha tendido a remarcar los errores y lo mal que hace las cosas, si las expectativas de los padres han sido desmesuradas, si nunca ha recibido un feedback positivo cuando ha hecho bien las cosas, si ha sentido que no se le ha apoyado desarrollará una sensación de duda ante las propias capacidades y tenderá en muchos casos a buscar la confirmación externa más que a fiarse de su propio criterio.

Existen también muchos niños a los cuales se les ha dado a entender (o incluso en algunos casos, se les ha dicho abierta y sistemáticamente) que son tontos, no saben o son incapaces de hacer las cosas bien y/o que lo que sienten carece de valor. En este caso es bastante evidente que duden de sus propias capacidades.

Si estamos en alguno de los anteriores casos; si por el motivo que sea desconfiamos o no sabemos bien lo que queremos, es importante que podamos atrevernos a ir descubriendo qué necesitamos y qué nos hace daño. En el trabajo con terapia siempre considero que la propia persona es el termómetro de lo que necesita. Es importante que la persona tome cierta distancia cuando esté en una situación en la que tenga que poner un límite (distancia física y/o simplemente tomarse algo de tiempo para decidir) y pueda valorar si quiere o no quiere algo, si le gusta o no y, sobre todo que poco a poco se vaya arriesgando a confiar en que lo que siente o necesita está bien, que lo que siente es digno de ser experimentado. Nuestra vida tiene sentido en cuanto la vivimos como nos gusta vivirla, no como a otros les gustaría que fuera.

lunes, 25 de febrero de 2013

Sobre la vulnerabilidad


Vulnerable. (Del lat. vulnerabĭlis).
  1. 1.      adj. Que puede ser herido o recibir lesión, física o moralmente.
Y llega el día en que en una sesión de terapia surge el tema de la vulnerabilidad y cómo nos relacionamos con ella, qué nos despierta, qué significado adquiere para nosotros.

En muchos casos (y casi siempre por parte del sector masculino) la respuesta es una cara de susto o disgusto. E inmediatamente contestamos que nos parece, como poco, desagradable, que nos asusta, que nos disgusta tenerla aunque sea inevitable o, en algunos casos, que no tenemos de eso.

Vulnerabilidad  nos suena a debilidad, fragilidad. Es un estado que inmediatamente nos contacta con el miedo; sobre todo a los que poseemos caracteres controladores u orientados a la acción.

En nuestra sociedad estamos educados en la protección de nuestra individualidad. El mundo es agresivo y hostil, así pues abrirnos emocionalmente a los otros nos enfrenta a la posibilidad de que nos hagan daño y de movernos en un espacio incómodo donde no podemos controlar lo que ocurrirá.

La posibilidad de reconocer qué circunstancias o situaciones nos hacen vulnerables  también nos enfrenta a la idea de fracaso en los que vamos (me incluyo) por la vida de “Juan Palomo”; los de “yo puedo con todo”. En este caso aceptar que somos vulnerables nos enfrenta a que “quizás” necesitemos ayuda de los demás, que no somos tan independientes como nos creemos, tan fuertes o invulnerables como nos gustaría ser.


Es por eso que nos desagrada tanto y es por eso que el contacto y la aceptación de la vulnerabilidad requiere cierta dosis de coraje y voluntad; ya que atenta sobre todo contra nuestra autoimagen, contra lo que “deberíamos ser”. Cada uno de nosotros tiene una imagen bastante clara de lo que “debería ser”. Debemos ser fuertes, autónomos, seguros, independientes, eficaces, inteligentes, serviciales, amables, buenos, capaces, divertidos o confiables a toda costa, siempre y en todo momento. La vulnerabilidad también nos conecta con la posibilidad de que no siempre podemos ser así, que hay momentos de cansancio, de desfallecimiento, de necesitar que nos cuiden.

En resumen; la vulnerabilidad nos enfrenta al miedo a que nos hagan daño, al fracaso y a la posibilidad de que no somos “tan…” como nos creíamos. Pero también nos pone en contacto con la vergüenza y la culpa. Nos sentimos avergonzados por hacer o sentir algo que no “deberíamos” hacer o sentir: “los hombres no lloran”, “qué pensarán si ven que no puedo”, “no está bien sentir tristeza”, “sentir esto que estoy sintiendo no está bien”, “no debería necesitar ayuda”…

Así que es necesaria cierta dosis de valentía y perseverancia para contactar con esa parte tan necesaria. ¿Necesaria para que? Si hasta ahora todo lo escrito parece negativo y doloroso. Básicamente es necesaria porque nos hace darnos cuenta de lo que nos daña y nos pone en contacto con qué es lo que necesito, qué es lo que me hace bien.

El hecho de poder cambiar una situación que nos está haciendo daño conlleva primero aceptar que nos pueden hacer daño para después identificar qué es lo que nos hace daño y desde aquí poder establecer un límite para poder decir que no a una petición, a una situación, a una agresión. Si nos consideramos invulnerables, si no contactamos con nuestros propios límites, con lo que nos hace daño no calibramos el impacto que las interacciones con los demás tienen en nosotros. Es posible que estemos siendo dañados y no nos demos cuenta, es posible que nos dejemos invadir por el otro y nos sintamos molestos por no saber decir que no y no lleguemos a saber qué nos molesta o nos invade. . Nos ayuda a identificar qué nos daña. Si identificamos qué nos daña, por elinación también sabemos que nos hace bien y también nos da la posibilidad de establecer límites de lo que no queremos o nos daña.

Por lo tanto la vulnerabilidad va unida a la autenticidad, a la posibilidad de que establezcamos relaciones más reales, menos teñidas por el miedo. Nos hace más cercanos y accesibles, más humanos. Nos da la posibilidad de experimentar nuevas maneras de relacionarnos, confiando y abriéndonos a los demás. Puede que así incluso nos llevemos la sorpresa de que puede que nos acojan y acompañen. En el peor de los casos, nos daremos cuenta de que somos capaces de sostenernos en el dolor y la tristeza.

Poder mostrarse vulnerable puede ser muy liberador, ya que nos permite soltar nuestras corazas y defensas, que tan pesadas y agotadoras resultan.

A partir de aquí, cuando vemos lo que hay, cuando vemos lo que somos y cómo somos se abre el camino incierto de aceptar cómo somos. De querernos tal y como somos, de sentirnos dignos de ser así. De atrevernos a mostrarnos a los otros tal y como somos; cada vez con menos máscaras; intentando manipular cada vez menos. Confiando en que seremos queridos y aceptados y asumiendo que podemos ser rechazados o no gustar o no ser queridos…. Sin que por ello dejemos de ser dignos de ser quien somos.