¿Y ahora qué? ~ Miguel Endrino

miércoles, 21 de marzo de 2012

¿Y ahora qué?


Toda persona que inicia un proceso terapéutico lo hace llevada por un motivo diferente. Generalmente nos ha costado bastante tomar esa decisión y la hemos ido postponiendo día tras día,  intentando convencernos de diferentes formas de que “no estoy tan mal” o de que “no tengo tiempo” o “si yo hablo con mis amigos y no lo necesito…” Hasta que la sensación de no poder mas, de que algo que nos impide avanzar y no sabemos cómo continuar se manifiesta en toda su magnitud y nos obliga a dar ese paso.

Como la mayoría de terapeutas mi primer contacto con la terapia fue como paciente. Todo comenzó hace veinte años: me despertaba en medio de la noche con la sensación de que me iba a morir en ese mismo instante, aterrado, con la sensación de que el aire no llegaba a mis pulmones. Todo mi ser se esforzaba en respirar, en volver a tomar aire (cosa que ocurría casi inmediatamente, aunque a mi me pareciera una verdadera eternidad). Después de tres o cuatro respiraciones profundas me convencía de que no me iba a morir en ese momento, pero el estado de terror continuaba durante unos minutos. Un poco de agua, una visita al lavabo y, gradualmente, la respiración volvía a la normalidad y el miedo disminuía. Al mismo tiempo la somnolencia volvía a aparecer y me avisaba que eran las tres o las cuatro de la mañana. Volvía a la cama y pensaba: “debe de haber sido un mal sueño”. Y ahí lo dejaba todo.

Y así siguíó todo durante cuatro o cinco años más. Con el tiempo estos episodios nocturnos se fueron haciendo cada vez más frecuentes y yo continuaba intentando redefinirlos y encuadrarlos como algo  “normal” en mi vida diaria, hasta que empezaron a ocurrir de día. Que esa sensación de falta de aire, de ahogo y de muerte inmediata por dicha sensación de asfixia se produjera en pleno día, durante una clase de la que tuve que salir como un cohete, me asustó muchísimo. ¿Qué me estaba pasando?

Lo consulté con una persona de confianza y me respondió: “eso es un ataque de pánico” y me facilitó el teléfono de un terapeuta Gestalt.

Y allí me presenté. Casi esperando que con aquella visita (el equivalente según mi forma de verlo entonces a una imposición de manos divina) se solucionara mi problema. Albergaba la esperanza de que me dieran la solución mágica para parar aquello, o una serie de ejercicios o que me explicaran de donde procedía aquella angustia para yo, racionalmente, poder solucionar el problema. Buscaba la solución rápida y sin esfuerzos que me permitiera seguir con mi vida tal como la conocía hasta entonces, sin que tuviera que cambiar nada.
¿Cuál no sería mi sorpresa al descubrir que no había curas milagrosas, y que tampoco me iban a reparar como a una máquina?. Y además me dicen que soy yo el que tendrá que hacer ciertos cambios en mi vida, en mi forma de estar en ella. ¿Cambiar? Pero si yo era un tío cojonudo, no tenía nada que cambiar. Todo iba bien, mi vida iba bien, no tenía ningún problema, todo marchaba de fábula. Solo había alguna que otra cosilla casi sin importancia, como que estaba en un trabajo que me aburría y al que no veía futuro o que mi vida de pareja se había acabado y me encontraba bastante desorientado o que el deporte al que había dedicado tantos años y esfuerzo ya no me decía nada. En resumen: mi vida era un auténtico caos. Pero yo seguía diciéndome que todo estaba bien…

De eso ya hace más de quince años y estoy convencido sin ninguna duda que si para alguien tan “rígido” como yo, con tanta dificultad para mirar hacia adentro, la terapia Gestalt le ha sido de gran ayuda, puede serlo para muchísima gente.

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